Vino la calma, como si la hubiera llamado yo. Y no. Vino sola el mismo día que me hacía preguntas en esta soledad de uno mismo gritada a los cuatro vientos que oís, y contestáis. (Gracias). Una propuesta al atardecer de aquel día un poco expectante, me regalaba esa calma que posiblemente estuviera necesitando.
Dos días de calma he tenido, entre sol y nieblas, entre verdes prados y azules aguas. Con montañas al fondo y sin ruidos. Con risas y marisco en esa estupenda compañía que sólo se tiene a dos, compartiendo quizás ese algo más que echaba en falta. Con botas de monte y sin pintar la pestaña, dejando escapar ambas amigas algún miedo de esos que nos hacen dudar a veces entre los resquicios de nuestras corazas y que amordazamos estupendamente durante la alegría fiestera de la noche single.
Reír nos reímos igual, que fuimos un par de payasas para no variar, que debe ser algo que llevamos en la sangre, pero también nos dimos calorcito tierno, y disfrutamos en silencio de la inmensa naturaleza que, ella también, estaba en calma.

El mar … el mar no quería gritar ni rugir, sólo lucirse manso. Hermoso. Entero para nuestros ojos y nuestro silencio absorto. Se acercaba lentamente, acariciaba, dócil, las rocas y las arenas, cegaba con el charol que se vestía bajo el sol, las nubes se embobaban en su seductor azul verdoso no pudiendo alejarse demasiado y así, se quedaron a disfrutarle, como nosotras, a media altura, la montaña, esa estaba imponente, erguida, evitando derretirse con las caricias que el mar le hacía al dobladillo de sus faldones.
Respirar lento.
Casi sin ganas.
Calma. Mucha calma.
El mar siempre me templa cuando le dejo colarse por mis entresijos, humedecer mis pensamientos, remojar mis emociones.
Dos días de calma he tenido, entre sol y nieblas, entre verdes prados y azules aguas. Con montañas al fondo y sin ruidos. Con risas y marisco en esa estupenda compañía que sólo se tiene a dos, compartiendo quizás ese algo más que echaba en falta. Con botas de monte y sin pintar la pestaña, dejando escapar ambas amigas algún miedo de esos que nos hacen dudar a veces entre los resquicios de nuestras corazas y que amordazamos estupendamente durante la alegría fiestera de la noche single.
Reír nos reímos igual, que fuimos un par de payasas para no variar, que debe ser algo que llevamos en la sangre, pero también nos dimos calorcito tierno, y disfrutamos en silencio de la inmensa naturaleza que, ella también, estaba en calma.

El mar … el mar no quería gritar ni rugir, sólo lucirse manso. Hermoso. Entero para nuestros ojos y nuestro silencio absorto. Se acercaba lentamente, acariciaba, dócil, las rocas y las arenas, cegaba con el charol que se vestía bajo el sol, las nubes se embobaban en su seductor azul verdoso no pudiendo alejarse demasiado y así, se quedaron a disfrutarle, como nosotras, a media altura, la montaña, esa estaba imponente, erguida, evitando derretirse con las caricias que el mar le hacía al dobladillo de sus faldones.
Respirar lento.
Casi sin ganas.
Calma. Mucha calma.
El mar siempre me templa cuando le dejo colarse por mis entresijos, humedecer mis pensamientos, remojar mis emociones.

(A las 12:36 a.m. con total seguridad así miraba)
© Calma -Glauka 2006